Cuento para día de lluvia: Una tintorería

El otro día les compartí mi nostalgia tabacalera y ahora le toca el turno, en un tono (casi) de ficción a una tintorería del barrio.

Dejen el saco en el mostrador y mientras lleno el recibo pasen y lean.



Una tintorería



—Es un Yves Saint Laurent verde —le digo—. Lo traje hace una semana… o dos.

La escena es repetida y cada vez vuelvo a sentir algo de culpa. Me dejo estar y exagero los dos o tres días que demora el lavado en seco. Sospecho que a modo de represalia —acaso involuntaria—, los tintoreros esconden en cualquier parte esta ropa abandonada a su suerte.

Veo que Raúl opera entre las barras paralelas cargadas de perchas y más perchas, géneros y colores moviéndose al vaivén. Emerge de ese oleaje, pero con las manos vacías. Creo oírlo bufar —o lo imagino— antes de meterse de nuevo. Como si fuera a enfrentar… no sé… una ballena blanca, incluso blande un palo tipo arpón para cazar las prendas que se escapan en el nivel superior de las tramoyas.

Como no quiero arriesgarme a enfrentar otra vuelta inútil a la superficie y una mirada acusatoria, me distraigo con la ropa que cuelga casi encima del mostrador, más cerca de mí. Al frente de la fila flota en tules un vestido de colores árabes.

Miro de reojo el derrotero de Raúl, pero ha de seguir inmerso en las profundidades. De tanto en tanto un alambre agita las perchas y los ambos de la superficie. Mejor, no quiero que me sorprenda redescubriendo un fetiche personal.

Es una bailarina árabe, me digo, y se sabe: las bailarinas árabes en el ranking mundial de la sensualidad apenas andan unos puntos por debajo de las mujeres con violoncello. Pero en las mujeres con violoncello no es tan importante el vestido, convengamos.

No sé qué diferencia hay entre estas prendas colgadas sobre el mostrador y aquellas, el mar de las relegadas al olvido donde se ha aventurado Raúl. Lo lógico y lo deseable (si es que pueden mezclarse) sería que los vestidos de aquí arriba sean los de pronta entrega. Los que están a horas, a minutos, de ser devueltos a sus dueños, limpios y planchados, justo a tiempo.

Una tendencia a simple vista confirma mi esperanza: del vestido árabe para atrás forman en apretada fila más vestidos largos, lentejuelas, hombros al desnudo, gasas y más tules.

—¿Verde? —Raúl pregunta desde alguna parte y me saca de mi ensueño.

—Sí, verde… “seco” —respondo, como si entre hombres fuese posible agregar más detalle a un color.

Creo oír que Raúl refunfuña y dos estocadas del arpón cruzan casi hasta la proximidad de un ventilador de techo pendiente de telarañas. El alambre rebota… ¡Ha picado! Entre las sombras de prendas ajenas sé que por fin ha dado con él.

Raúl viene con la presa en la mano, es mi pantalón verde prolijamente planchado en su percha descartable de alambre. Me lo muestra para una identificación final y le hago que sí con la cabeza. Lo imagino satisfecho de haberlo cazado por fin, pero en Raúl es difícil detectar una sonrisa. Desde que vengo a esta tintorería pienso que el hombre me cae bien porque se parece un poco a Sabato. También se parece un poco al papá de mi amigo Pablo, Antonio, otro enamorado de su Buenos Aires.

Una carcajada con interferencia me hace prestarle atención a la radio que suena en una oficinita interna. No la he notado antes porque ese sonido atemporal de la AM se mezcla íntimamente en la atmósfera del local tanto como la puertaventana de rejas, el almanaque con sus santos, el perfume del lavado en seco, la libreta de almacenero y la bic azul, los potus y sus macetas, el bigote de Raúl y hasta Raúl mismo.

No se entiende bien de qué hablan los locutores con su espontaneidad impostada, pero para mí es música. Y pensar que en los nuevos aparatos que pueden cargar las canciones de una vida entera ya no hay lugar para Victor Hugo Morales o Dolina.

—Rita —dice Raúl asomado a la oficinita—. Bolsas.

Rita acude con su delantal azul o celeste, callada y doblada vaya a saber por el peso de cuántos años. Entrega la bolsa, se vuelve al cuchitril. Tal vez esté a la escucha de algún radioteatro o esperando que transmitan un pasodoble olvidado con nostalgias de Asturias.

Miro a Raúl, oigo la radio apenas, pero mis ojos en todo momento vuelven a la silueta del vestido. Es un vestido que habla de caderas, de una mujer alta, de una mujer que baila liviana.

Raúl y yo cruzamos una mirada.

—Ya está —me dice.

Y por un segundo estoy a punto de cometer la indiscreción de preguntar por la dueña del vestido. Imagino que lo hago y que Raúl me contesta: “Ella debe estar por venir de un momento a otro”. Son cerca de las ocho de la noche, hora de cierre, y no puede llegar mucho más tarde. Seguramente hoy sea La Gala. Podría esperarla afuera.

Pero ni una de esas imágenes se proyecta más allá del ensueño de mis ojos perdidos en breteles desiertos. Raúl me extiende la percha con mi pantalón protegido por un naylon arrugado como papel crepè. Lo recibo y él garabatea algo en su libreta de tapas negras.

Cuando empieza a escribir la factura me pregunta, como siempre:

—¿Calle Portugal?

Y yo le confirmo la numeración como si se tratase de un santo y seña. Funciona. Le pago con dos billetes, espero el vuelto y la factura, y al final, enfilo hacia la puerta de salida.

En todo momento, hasta que saludo y abro, pienso en el vestido, también en la hipotética reacción de Raúl a mi pregunta. Pero no me atrevo y me conformo con un consuelo de tontos: si existe el destino, me será dado encontrarme ese vestido en algún devenir.

Ya en la vereda, pienso en dos cosas o mejor dicho: pienso en una cosa y al mismo tiempo —físicamente— hago otra. Miro por encima del hombro buscando esa silueta esquiva que por fin se apersone a buscar su vestido; pienso en esta tintorería de Caballito tan parecida a la de Ciudad de la Paz.

En aquella, el rol de Raúl Antonio Sabato lo hacía un argentino disfrazado de japonés. Creo que mi conversación más larga con ese hombre fue de veintitrés líneas a doble espacio. Por eso mismo compartíamos esa fraternidad del lacónico que se siente a gusto en compañía de otro de su calaña. Y no hablo de indiferencia industrializada, hablo de compartir un buen silencio.

No me resigno y una vez más atisbo las veredas: nadie que remotamente pueda ser el portador del vestido.

Dejo atrás la última esquina y cruzo la puerta de un Lavi-Rap. Adentro, dos solitarios ven girar su ropa ida y vuelta en los tambores de acero inoxidable de esos armatostes lavarropas.

Podría ser una postal de Nueva York, o de cualquier otro barrio de Buenos Aires o Río de Janeiro, o una calleja de Hong Kong. A veces ni siquiera hay alguien adentro y las máquinas giran solas bajo la luz cenital de los tubos fluorescentes. Sospecho que una larga cofradía de tipos grises se pasan de mano en mano la llave y la custodia de ese no-lugar.

Tal vez mañana pase por esta misma calle y un servicio de Demoli-Rap haya arrasado el fondo de comercio para Eleva-Rap alguna otra estructura urgente.

Es triste, en esa ausencia de lugar común nadie extrañará el lejano arrullo de una radio AM, la libreta manuscrita del debe y el haber, un silencio amable, la ilusión de dar por fin con la mujer del vestido.



Luis Cattenazzi



Antonio falleció en 2009, vaya dedicado a él este pedacito personal de Buenos Aires.



Este texto pertenece a mi serie Lugares Comunes.
Fue publicado originalmente en Revista Axolotl.

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Categoría: Arte Etiquetas:  Cuento día lluvia no-lugares tintorería

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